domingo, 24 de junio de 2007

Underground




Muchos ignoran su existencia, pero yo he estado allí. Llegué accidentalmente por medio de las canciones de Tom Waits. Tentado por Downtown Train, Time, Hang down your head, Invitation to the Blues y Old ’55, desvié mis pasos en busca de más golosinas bañadas en ese irresistible lirismo urbano que deja un leve sabor a melancolía en el paladar.




Para cuando me deleitaba con Innocent with you dream o Jockey full of Bourbon, ya me había alejado de la civilización sin darme cuenta, y el paisaje se iba haciendo más y más ominoso. A pesar de ello, seguí adelante. No es valentía, sino que en general suelo hacer del despiste y la inconsciencia un blasón y no me di cuenta de que me estaba perdiendo. Pensándolo bien, quizás esto sea un requisito previo para llegar allí: dudo mucho que aquellos que van con una brújula por la vida se adentren en estos parajes. En cualquier caso, el rastro continuaba cuesta abajo (como no podía ser de otro modo con Tom) y parecía terminar frente a una cueva. Justo delante de ella, Underground:



No puedo decir que no estuviese avisado, ya que en la canción se describe con pelos y señales lo que me esperaba dentro:

Rattle Big Black Bones
in the Danger zone
there's a rumblin' groan
down below
there's a big dark town
it's a place I've found
there's a world going on
UNDERGROUND
they're alive, they're awake
while the rest of the world is asleep
below the mine shaft roads
it will all unfold
there's a world going on
UNDERGROUND
all the roots hang down
swing from town to town
they are marching around
down under your boots
all the trucks unload
beyond the gopher holes
there's a world going on
UNDERGROUND

A pesar de esta clara advertencia, una vez más la misma curiosidad imprudente que mató al gato y la gula se impusieron y entré:







Podría tildarse a este viaje de escapismo, pero ¿qué otra nos queda?. La racionalización de todos lo espacios nos ha aprisionado en una jaula de oro, como ya Max Weber predijo y la cultura de masas se ha convertido en una apisonadora que “racionaliza” toda diferencia eliminándola. No queda por tanto, otra posibilidad que la fuga hacia lugares donde no impere la lógica. No es una cuestión de inmadurez, sino de la búsqueda de un espacio que permita la realización del individuo sin cortapisas: los que han llegado hasta aquí abajo en busca de refugio no guardan ningún parecido con Peter Pan, sino que más bien se parecen a los piratas del cuento. Al final de la gruta llegamos a un acantilado donde todos estos renegados se disponen a zarpar. Nadie sabe exactamente cómo llegar hasta la Isla de la Tortuga, el único que parece conocer el rumbo a seguir es Tom, que anuncia: “we sail tonight for Singapore”. Dudo mucho que con semejante tripulación se pueda llegar a buen puerto: comos los perros bajo la lluvia, perdimos la orientación y no sabemos ni encontrar el camino (y quizás solo estemos persiguiendo un espejismo) ni volver a casa. En estas circunstancias, el destino más probable es el naufragio.

La nave de los locos, El Bosco

He de decir que tengo sentimientos encontrados en lo que respecta a mi odisea. Por un lado, mi historia guarda un cierto paralelismo con el cuento de Hansel y Gretel de los Hermanos Grimm y no puedo evitar sentir cierto sentimiento de culpabilidad al pensar que quizás por culpa de mi glotonería el bueno de Tom no pudo encontrar el camino de vuelta a la civilización y quedó atrapado en este submundo de locura. Por otro lado, empieza a albergar mis sospechas acerca de la posibilidad de que Tom siempre estuvo allí y que vino a nosotros con la intención de dejar un rastro para atraer a aquellos inconscientes que como él, nos resistimos a crecer. Cualquier otro hubiese nos hubiese invitado a seguirle, pero ya se sabe: Tom waits for no man.





martes, 19 de junio de 2007

Cuántas veces he estado… en el sitio de mi recreo




Cuántas veces he estado...
Cuántas veces he estado
-espía del silencio-
esperando unas letras,
una voz. (Ya sabidas.
Yo las sabía, sí,
pero tú, sin saberlas,
tenías que decírmelas.)
Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo,
porque me hacían falta.
Cazaba en alfabetos
dormidos en el agua,
en diccionarios vírgenes,
desnudos y sin dueño,
esas letras intactas
que, juntándolas luego,
no me decías tú.
Un día, al fin, hablaste,
pero tan desde el alma,
tan desde lejos
que tu voz fue una pura
sonbra de vos, y yo
nunca, nunca la oí.
Porque todo yo estaba
torpemente entregado
a decirme a mí mismo
lo que yo deseaba,
lo que tú me dijiste
y no me dejé oír.

Pedro Salinas. La voz a ti debida.